Noticias de ayer. Kiosco de Rosana Schoijett en el Viejo Hotel Ostende.

Por Claudio Iglesias

Durante algunos años, Rosana Schoijett fue reportera gráfica en la revista Noticias. Durante ese tiempo, alrededor de 2005, empezó el trabajo que más tarde sería la serie Kiosco. Las reglas eran simples: después de la producción, se preguntaba al famoso si accedía a fotografiarse con la artista. Así los retratados construyen, juntos, un mapa de la celebridad en el Río de la Plata a la salida de la crisis de 2001.

Los rostros de los integrantes de Rebelde Way están destinados a permanecer en la memoria. Aunque ya se hayan desbandado y la mayoría de sus integrantes individuales (desconocidos para cualquier menor de 25 años) tengan menos entradas en Google que los ingenieros civiles del Imperio Británico. A pesar de eso, sus rostros están destinados a permanecer. Igual que el rostro enervado y rojizo de Lilita Carrió, ya alejada de las cámaras y los porcentajes electorales suculentos. O al igual que los rostros efímeros de los carteles teatrales, los de las chicas de una temporada que durante el verano viajan a la costa a pelearse por televisión con sus compañeras, las divas, las vedettes (o, como se las ingenió el lenguaje para presumirles una cartera laboral expandida, vedetongas). Todo este animalaje mediático, político y actoral de corta vida pervivirá gracias a Kiosco, la serie de retratos fotográficos de famosos en compañía de la fotógrafa que Rosana Schoijett inició en 2005, que tuvo una exhibición en el Malba y que actualmente se aloja (temporariamente, como sus otros huéspedes) en el Viejo Hotel Ostende, en el balneario homónimo situado en los confines del partido de Pinamar. Hotel que, con su pasado lleno de glorias literarias, su actitud programática y su extensión utópica de valores modernos hacia la intemperie y las dunas del Atlántico Sur (hoy ya fijas y cargadas de desarrollos inmobiliarios desprolijos, paradores y cachivaches) invierte las leyes de lo que podría ser la dinámica de las exhibiciones de arte en espacios consagrados a la gastronomía, los paseos y la pernoctación: en lugar de enaltecer un contexto principalmente volcado al turismo con el valor de la cultura, en este caso la exhibición de Schoijett tiene el efecto inverso: parece llevarle la contra al modernismo circundante con un repertorio visual contemporáneo y proclive al populismo estético. Como si el hotel, demasiado acostumbrado a figuras como Victoria Ocampo y Bioy, tuviera la sensación de que las vedettes le resultan un cuerpo extraño, como si estuvieran más en sintonía con las urbanizaciones cacofónicas y la chatarra arquitectónica que prolifera a su alrededor que consigo mismo.

 

Bestiario de la devaluación.

El trabajo de Schoijett, de hecho, es un bestiario de las celebridades, que tributa simultáneamente a la lógica del archivo fotográfico (formando un subsistema con respecto a otros grupos de retratos que desarrolló Schoijett) y a la expresión autoterapéutica: la serie empezó como una válvula de presión para los sufridos años de Schoijett como reportera gráfica de la revista Noticias. De hecho, empezó como una burla, que pronto se convirtió en obra. Teniendo el aliciente de estar haciendo algo para ella, le resultaba eventualmente más fácil desperezarse, moverse a cualquier punto de la ciudad en tiempo record y sobrellevar en general condiciones laborales en su momento poco óptimas. Las reglas eran simples: después de la producción que demandaba la revista, se preguntaba al famoso si accedía a fotografiarse con la artista. Luciana Salazar, Susana Giménez, Raúl Castells son algunos de los nombres icónicos que construyen, juntos, este mapa involuntario de la celebridad en el Río de la Plata a la salida de la crisis de 2001. Una celebridad peculiar y arratonada, recortada al gusto de la publicación de marras, que sin solución de continuidad emana del espacio de la política del Estado en dos direcciones antagónicas: los movimientos sociales y los espectáculos de la calle Corrientes. La fama en la época de la devaluación podría ser el epítome de un trabajo que explora (casi sin querer) el inconsciente social de las crisis económicas. Pero el archivo de Schoijett (a diferencia de otros grandes retratistas del imaginario social, en la tradición de August Sander) es ficcional y liviano, mediático en el sentido del término post Samantha Farjat. Las fotos, hechas a las apuradas, se parecen intencionalmente al reportaje gráfico de las revistas políticas y de espectáculos de medio pelo, pero faltan a sus códigos y ocupan un ámbito intermedio entre una producción fotográfica y una foto amateur como las que cualquiera puede sacarse con su celebridad favorita si tiene la suerte de cruzársela o va a esperarla en algún lugar. Schoijett, con su juego en cámara y su complicidad con el espectador, despliega un universo de actitudes muy amplio y una especie de proxémica significativa, entre el amor y el desprecio, con el cuerpo del otro, que muchas veces no sabe cómo responder: la mano tonta de María Julia Alsogaray va a permanecer flotando sobre la Mac, con la artista rígidamente parada detrás. Con Capusotto, en cambio, el amor es cabal, al punto de que la foto no se distingue, en principio, de una foto de fan convencional. Con el Conejo Tarantini, de expresión ida, Schoijett sale a la puerta de la casa, como si fuera de los dos. Con Lilita, en cambio, es el vestuario (floral, encendido) lo que las hermana. Schoijett es ahora Cindy Sherman, protagonizando una película inexistente en la que se hizo amiga de las personas más famosas de una vida política, social y deportiva mediocre, envejecida y atravesada por localismos inexplicables. Una celebridad argentina modelo 2000, mucho antes de Messi y de Bailando por un Sueño, que se extiende sobre el nuevo milenio como una prolongación de la década anterior muy venida a menos. Algo parecido a lo que ocurre con la lengua de desierto y viento en la que la clase dominante argentina decidió, por un tiempo, darse descanso en el verano, para lo cual invirtió mucho en deck, en rotondas, en paseos de compras, en vidrio espejado y en vehículos ruidosos. Luego, con Internet y las fluctuaciones monetarias, le llegó a la clase dominante argentina la información y la posibilidad de irse a hacer vida de playa a una playa en serio, y lo que quedó es Pinamar: un municipio que hoy funciona más como un museo de actitudes sociales del liberalismo vernáculo que como un balneario, una franja artificial de desarrollo cacofónico entre el mar (más navegable que nadable) y el imaginario de una época perimida de rubias, asado y cuatriciclo. (Imaginario que las sabias dunas, si las desataran de las coníferas que las mantienen cautivas, tratarían de enterrar con todas sus fuerzas.)

 

Como pompas de jabón.

Uno de los trabajos más recientes de Rosana Schoijett es una colección de fotos de burbujas; las estaba produciendo para una muestra que iba a compartir con Gastón Pérsico y Cecilia Szalkowicz en el Centro Cultural Rojas. No se trataba de cualquier tipo de burbujas, sino de estructuras virtualmente muy grandes y efímeras de espuma de jabón, para cuyo fomento existe naturalmente una microclientela enardecida en Internet. Con las celebridades argentinas post crisis que documentó Schoijett, pasa algo parecido. Son deformes, efímeras y monumentales, como una cuota de información que se mantiene unida por fuerzas demasiado débiles, siempre al borde de colapsar. Llevan a cuestas los rastros de luchar con una erosión que no es la del viento, sino la de la fama. Como muchos trabajos artísticos, Kiosco es una especie de vanitas hecha con los materiales culturales y técnicos de la época. Hoy, visto a cierta distancia, el trabajo se mantiene en pie. Y permite ver, como el hotel centenario de la calle Biarritz, cuán pasajeras son las cosas que crecen alrededor.

Suplemento Radar, diario Página 12. 27 de enero de 2013. Artículo en línea.