¿Dónde está Rosana Schoijett?
Por Graciela Speranza
Si las fotos de Rosana Schoijett admitieran el recurso cinematográfico del flashback, convendría volver a una escena de comienzos, un desvío involuntario, un retardo, un error. Cuenta Schoijett que aunque empezó a sacar fotos en un taller del Nacional Buenos Aires, llegó tarde a la inscripción en el curso de fotografía del Instituto de Artes Cinematográficas de Avellaneda y se inscribió en el de cine. Su paso por la carrera fue breve –demasiada gente en el cine, demasiadas dilaciones, demasiada producción- y sin embargo su fotografía parece haberse gestado en ese extravío, como si el acercamiento azaroso al lenguaje de los veinticuatro cuadros por segundo hubiera dejado rastros perdurables en las fotos. Son marcas leves, casi inadvertidas, y aún así lo definen todo: un formato, más a gusto en la serie o la secuencia que en la imagen única; un espacio, más próximo al setting cinematográfico que a la voluntad documental; una forma de poblarlo, más dada a la performance discreta del fotograma que a la sorpresa de la instantánea, y hasta un uso del color, el technicolor saturado del cine antes que el blanco y negro de la fotografía clásica. Esa encrucijada inicial, se diría, no sólo inspiró el nombre de una serie, sino que le dio una lógica al conjunto (¿el recuerdo de una tensión?), desplegado en caminos que se bifurcan, se continúan y se desvían, como si la promesa incumplida de movimiento y relato del cine alentara el paso de una serie a otra.
En una de las primeras, casi una declaración de principios, la imagen se afirma orgullosamente en su inmovilidad desde el título, Estacionamientos, una serie de interiores urbanos despoblados, de líneas netas y colores contrastantes. La ciudad es a primera vista un lugar estático, carente de presencias y sucesos, y sin embargo, si se observa bien, algo apenas perceptible recuerda o anticipa el movimiento. Enmascarado tras el protagonismo del color o la geometría, se insinúa un leve temblor. Todo está irremediablemente quieto y vacío pero a la vez dispuesto a levantarse, encenderse, descorrerse, cerrarse, abrirse, como suspendido en la latencia anónima del verbo reflexivo sin conjugar. Una barrera baja en la entrada de un estacionamiento, un telón morado en un teatro vacío, agua roja (¿sangre?) en un inodoro blanquísimo, un cartel de salida en dos idiomas, un televisor apagado, la puerta entreabierta a un balcón soleado en un cuarto de hotel. La ciudad es el escenario anodino de algo que aún no ha empezado o acaba de terminar. ¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa? ¿La fotografía como psicogeografía de la soledad?
Pero las presencias esquivas de la primera serie se corporizan muy pronto en la siguiente, Encrucijada. Llega también el germen de un relato, una inminencia, un enigma que la fotografía dispara pero obstinadamente se resiste a contar. Porque, ¿qué hace esa mujer sola en un cine vacío? ¿Rumia todavía lo que acaba de ver y no se puede levantar? ¿Y qué espera esa chica en un banco helado del cementerio de Chacarita? Y la mujer apretada en un balcón, ¿qué lee? ¿En qué trama fraguada del cine entra esa especie de Marilyn platinada? Y el hombre sentado en la estación Scalabrini Ortíz, ¿está solo y espera por casualidad? Todos están solos y esperan, si se quiere, casi siempre en el centro del cuadro, literalmente reconcentrados en su soledad. La ciudad moderna vio nacer al hombre en la multitud de Poe y Baudelaire y al paseante de Benjamin, pero las fotos de Schoijett se alejan de la multitud, congelan el paseo, y se demoran en una pausa, un intervalo, como si los Nighthawks y las mujeres lánguidas de Edward Hopper revivieran más nítidos en los espacios rectilíneos y genéricos de la ciudad de hoy. O mejor: evocan la melancolía enigmática de Hopper, recapturada por William Eggleston, el padre de la “cámara democrática” y la fotografía color. “Aunque nunca haya tomado una fotografía”, escribe Geoff Dyer, “Hopper es el más influyente de los fotógrafos norteamericanos del siglo XX”. Si la vida urbana se arremolina entre fuerzas nómadas y sedentarias, las fotos de Encrucijada son el escenario fugaz de esa tensión. El subte llegará de un momento a otro, un acomodador vendrá a decirle a la chica que despeje la sala, por los altoparlantes se anunciará la salida del avión y la Marilyn platinada abandonará la pose cuando el director anuncie que la toma terminó. El tiempo sin tiempo de la foto los eterniza en la espera, pero la vibración tenue del relato no contado, el formato pequeño y el silencio coral los devuelven a la marcha desagregada de la multitud en la ciudad. Cualquier ciudad.
Pero hay otras encrucijadas más tensas en la fotografía de Schoijett. Si las series admitieran un segundo flashback, convendría volver a sus comienzos como reportera gráfica a principios de los noventa. Schoijett se inició en el oficio tomando fotos de kioscos, canillitas y repartos para el diario de la Sociedad Distribuidora de Diarios y Revistas y trabajó activamente como fotógrafa de medios durante más de diez años desde 1995.
Del ir y venir entre el periodismo gráfico y la fotografía a secas, de los saltos bruscos, a veces obscenos, que impone la prensa, parecen haber surgido Kiosco (2003), Temporada y Entrevista (2005), tres series en las que el hombre anónimo y atemporal de Encrucijada cobra nombre propio, chapotea en la vidriera pública y rezuma actualidad. Cada una a su manera, contravienen el contrato profesional, reniegan del lugar subsidiario del fotógrafo en la prensa, reformulan el género de la entrevista y, entretanto, se interrogan sobre la celebridad, el lugar del artista y, como un antídoto, por la intimidad. A una cultura ebria de narcisismo, al exhibicionismo y la mitología express de los medios y el mundo artístico, Schoijett opone un juego cambiante de espejos, una mezcla ambigua de proximidad y distancia que es la clave de su composición de lugar. “Lo real comienza cuando el sentido vacila”, escribió Robbe-Grillet en el primer volumen de su trilogía “autobiográfica” de título elocuente, El espejo que vuelve.
Doble irónico de su producción periodística, la galería de retratos¬autorretratos de Kiosco, en los que ella misma posa junto a un inclasificable elenco de “famosos”, confunde a sabiendas el lugar de la retratista y el retratado, mediante una presencia casi fantasmática junto a los alicaídos dioses del Olimpo mediático nacional. Schoijett abandona la discreción obligada del reportero, su invisibilidad ideal, y se cuela en las fotos, parodiando al mismo tiempo otra serie popular, la colección de trofeos del cazador cholulo, el groupie, el fan. Políticos de izquierda y de derecha, vedettes en ascenso, modelitos, coiffeurs, deportistas, galancitos fugaces y toda suerte de starlets del firmamento vernáculo conviven en el bric à brac mediático con artistas genuinos, pero el gesto neutro o apenas mimético de la intrusa los aplana, los mezcla, y los delata en la pose para la posteridad. Schoijett revisita los stills de Cindy Sherman con una performance sutil que juega a la transparencia y aún así deja un resto indecidible: su falta de máscara revela la máscara ajena y al mismo tiempo oculta el grado real de complicidad.
La medida de la distancia se vuelve todavía más incierta en una serie contemporánea, Temporada, una colección de retratos de becarios del programa Rojas / Kuitca del que Schoijett formó parte en 2005, en la que los retratados, en un contrapunto levemente insidioso con Kiosco, ensayan una “imagen de artista” sin haber alcanzado todavía ninguna de las credenciales de la fama. La rigidez formal de los retratos los desafía, como si los forzara a diferenciarse en un archivo que los uniforma, una frontalidad cruda más afín a la Escuela de Dusseldorf que los confunde con la obra incipiente que asoma por detrás. Schoijett aparece en el conjunto por derecho propio esta vez, pero se autorretrata con el mismo gesto vacuo de Kiosco, duplica su lugar con el disparador automático, y se permite incluso un nuevo juego de mediaciones y espejos, que recuerda el Triple autorretrato de Norman Rockwell. En la galería completa que cuelga al fondo sobre la pared del taller, un haz de luz ilumina el suyo, una fina autoironía sobre la vanidad y el poder.
Pero es en Entrevista, sin duda, donde el juego entre protagonismo e invisibilidad, campo y fuera de campo, foto única y secuencia, pose y verdad, recrea el género basal del periodismo –la entrevista- para intentar franquear los límites del retrato, sortear las máscaras, correr el velo y fotografiar algo más. A la cita esta vez solo acude la fotógrafa (no habrá texto para ilustrar), los entrevistados son familiares, amigos, artistas del entorno más cercano y, lejos de colarse en las fotos, Schoijett diluye su presencia frente a un espejo, detrás de un vidrio en un balcón, o simplemente espera hasta que los retratados la pierdan de vista, mientras multiplica las tomas y apuesta a que algo se revele en la secuencia: el reposo autoindulgente de una embarazada a la hora de la siesta, el pequeño caos de una sobremesa familiar, el desorden próspero de un taller de artista, una conversación insustancial de amigos en la madrugada. El resultado es curioso: ni la inmediatez deliberadamente promiscua de Nan Goldin, ni el “ojo de insecto” de Eggleston, sino más bien la naturalidad adventicia del fotograma que registra la escena y borra al autor en la secuencia mecánica.
Y es que miradas en perspectiva, las series de Schoijett se revelan como una investigación episódica sobre la verdad de la imagen, el punto de vista y la autoridad. Porque, a fin de cuentas, ¿quién habla en la entrevista? ¿Y quién habla en el retrato? ¿Dónde está el autor? No sorprende que en los últimos trabajos, sus fotos busquen las figuras aleatorias del azar (limaduras de hierro arremolinadas por un imán en las imágenes abstractas de Una mujer bajo influencia) o la coautoría en una serie de vanitas. Un último flashback podría sorprenderla en una escena, inédita en la fotografía, en la que dispara el obturador junto con Cecilia Szalkowicz y Gastón Pérsico, con el mismo gesto inane de Kiosco y Temporada. Después, quién sabe, fija la vista en el lápiz de labios y las rodajas de pan sobre un paño verde que acaban de retratar y se pregunta si de veras es cierto que, como en el título de la foto, Todo es vanidad.
Buenos Aires, 24 de abril de 2010.